Leeme una historia que estás lloviendo.

Que de tus labios salgan palabras estruendosas, llenas de fervor,
que ardan; que me quemen el lóbulo. 

Nadie pregunta nada,
somos el oxígeno que enciende el fuego
como tu aliento apenas sostenido,
mientras mi lengua se pasea por tus pechos, mis manos esculpen tus muslos, mármol;
cuenta la historia de vaqueros
más alto que no te escucho,
los gemidos opacan el recitar sinsentido,
tus manos se muestran subversivas. 

Mientras afuera el sol enardece el pavimento, adentro tú estás lloviendo,
empapame los labios que me seco,
lléname la boca de tu esencia
mojame a cántaros
las sábanas anhelan las marcas de tus manos,
que las aprietes
asfixies la almohada
y la curva de tu espalda
sea puente de mis ganas.

Atada contra la pared
sin pudores ni cadenas
me hablas de Gardel,
ven y pierde la cabeza nena
—como Van Gogh por aquella puta
a quién le regalo su oreja,
debió conocer a Bukowski,
él le habría aconsejado una mejor manera;
dinero, mamadas mañaneras,
cogidas en la ducha—. 

En mi cabeza suena Beethoven
y tus gemidos susurrados entre líneas,
no te detengas
que te voy a comer toda,
ten a la mano varias historias,
leelas todas para mí
que quiero sumergir mis dedos en tu océano
no te quites los anteojos,
empañaré los míos
vamos, no pares ese poema
que haré mi propia poesía
entre tus piernas.



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